“Feroz alegría cuando encuentro una imagen que me alude. Desde mi respiración desoladora yo digo: que haya lenguaje en donde tiene que haber silencio”.
Alejandra Pizarnik
Me encierro en mí hasta llegar al ahogo. Recovecos mohosos, llenos de verdades insoportables, me ensordecen hasta enmudecer. Revienta el pánico, constatación de que sigo viva.
Habito en el vértigo que corta la realidad con su aspereza.
Quiero tanto morir, pero no ser inerte: morir como quién se re- encarna. La membrana de lo que concibo propio se agrieta tanto, que falta solo una fuerte exhalación para llevárselo todo. Quizá por eso entrecorto el aliento, como codicia de vida. No quiero que nada se expanda. Ampliar equivale a romper en mil fragmentos que nunca más juntan una pieza; romper aquello que fui y por necedad sigo creyendo que soy.
“(…) tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí ¿y arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado (…)? ¿Me despertaré dentro de algunos meses, dentro de algunos años, roto, decepcionado en medio de nuevas ruinas?” (Sartre, 2008).
Lo inerte… cáscara deshabitada, momificada, útil para todos aquellos que prefieran vivir solo de su interpretación de los sucesos y no ser interpelados por la grieta.
Si me aprieto hasta convertirme en nudo, en esfínter, ¿controlaré lo que sale y lo que se queda?
Todo lo que perdura más de lo debido en el mundo interno estriñe. Fósiles y cristales irrumpirán, vertiendo líquido rojo que anuncia y alerta. La sustancia constitutiva se vierte, no por un ciclo sino por herida.
¿A dónde se van las heridas invisibles? Aquellos vados en los que la amnesia ha hecho su trabajo. Contenido que encuentra cobijo detrás de la pupila y tiñe toda la perspectiva de las cosas. Palabras rotas, palabras silenciadas, transcurren en ríos de agua por mi espalda. Hilos fríos, imágenes relámpago, galopan acechando el instante. Presencias ajenas que deseo nunca me susurren. Cuánto miedo a la locura marca ese compás redoblado, puja, avienta y produce un abandono del cuerpo.
Quizá me estrecho hasta consumirme. He dejado de sentirme. He estado tan fuera siguiendo esa voz de otros, construida por otros, acordada por otros. ¡Traigo a otros dentro! Ahora entiendo los múltiples pálpitos, no son todos míos. Me he estrellado a una realidad que no comprendo, en donde todo es demasiado nítido y me abruma.
Náusea, vómito afectivo que permite el espacio interno.
“La cosa se desliza en mí más o menos rápido; no fijo nada, la dejo correr. La mayor parte del tiempo, al no unirse a palabras, mis pensamientos quedan en nieblas” (Sartre, 2008).
Me percato de que esta sofocación insaciable, siempre presente, es sobre todo una huella del inicio de mi tempo. Al ser expulsada al mundo, me ha abrazado la angustia; este es el cimiento. Esta me ha hecho evocar un lamento que generó júbilo. La ciudad se ha edificado como una vivienda lacustre. Debajo del cotidiano hay un líquido espeso que permite el movimiento, la integración de los espacios. No deja de haber pozos petroleros, explotaciones por comercio, mi oscuridad banalizada.
Dicen que se sufre más de imaginación que de realidad. Me parece que a algunos no nos queda más que intentar dar forma a eso que broncoaspiramos. Lo inevitable de buscarle perímetro a lo que nos acecha, buscar el borde, textura, refugio. Nos corre prisa; el contenido ebulle y desborda tanto en la quietud como en el bullicio. Es difícil distinguir entre una negación y un momento de equilibrio. En el descanso aparece en sus versiones grotescas, transfiguradas al punto de querer gritar y no poder movilizar el cuerpo. La mirada abierta, atravesada por la parálisis, que ruega sea momentánea.
Hay una relación tan compleja de la propia intimidad en esto, que algún sabio lo nombra éxtimo. “Lo más íntimo justamente es lo que estoy constreñido a no poder reconocer más que afuera.” (Lacan, 1958). Aquello perteneciente a mi núcleo que no se devela, que desconozco, me hace concebirme como ex – céntrica, hasta el punto de sentir horror frente a mi propio placer y poner todos mis recursos para encausar a la bestia, que tú- yo y todes tenemos. No me queda más que habitar en “La belleza no es sino el nacimiento de lo terrible: un algo que nosotros podemos admirar y soportar tan sólo en la medida en que se aviene, desdeñoso, a existir, sin destruirnos.” (Rilke, 1945).
Referencias
Rilke, R. M. (1945). Las elegias de duino. México: Centauro.
Pizarnik, A. (s.f.). En honor de una pérdida.
Sartre, J. P. (2008). La Náusea. México: Epoca, S.A.